MARQUÉS DE LA CASA DE CITAS
Su padre –de igual nombre–, fue un prócer muy ilustre.
Fundó casa y familia, sirviendo patria y gloria.
De él –igual de nombre– contó la diferencia.
A un padre tan notable sucede un hijo bala.
Y al hacedor, un señorito loco que se gasta la hacienda.
Vivió una vida mala y hueca: Según las señoronas de provincia.
Dilapidó fortuna, frecuentó puertos oscuros, y en fiestas
y tugurios fue la piedra angular; en yates, en palacios,
entre los nobles, los play-boys aviejados y la consecución
eterna de la belleza joven: Poco importan sobrinos o soldados.
Tiró su nombre alto por la pendiente abajo, tiró la economía,
las fincas, las casonas: Todo se fue en delirios y noches
de San Juan que no acabaran nunca... En fuegos fatuos
donde el amor (pagado) se unía al último fulgor
de una Europa vieja, zíngara y copetuda.
Ahora el viejo galán, el cigarrón perdido que
hizo añicos un escudo de blao y de sinople ineficiente,
vive en un viejo Hotel prostibulario, en una ciudad
del África del Norte. Borracho y entre moros cada noche,
saluda muy amable a quienes le presentan. No le importa
el vestir tan modesto, ni los fonduchos donde come
comidas populares. Ni le importa la suite impertinente,
la habitación ramplona, adonde sube su alta amanecida.
Es la traca final. El reverso del nombre que le nimba.
Y si parece pena, que le quiten la farra y el holgorio...
¿Un nombre? ¿Una historia? No, mejor la propia vida.