Bandejas de ratones de laboratorio
La hoja del árbol al caer corta unas manos entrelazadas.
Él dice: dadas las circunstancias, este cielo perforado,
estas briznas de hierba, los adornos que el silencio
dibuja en tus pestañas, la saliva y el oxígeno
que compartimos, es lo mejor que podría sucedernos.
Van y vienen canciones como fantasmas de paso.
Ella dice: uno de nosotros va a traicionarnos. Su otra mitad
tiene los ojos cosidos, bancos de arena en los párpados,
hollín entre los dientes cuando pronuncia su nombre.
Ella y él piensan: nada va a salvarnos. Es verdad
que el tiempo parece detenerse cuando se dicen adiós,
caminan unos pasos y después vuelven atrás
para abrazarse unidos por la boca y el estómago
acuchillando el aire en la espalda del otro.
El tiempo les tiene en su punto de mira
en escaleras y pequeñas plazas con charcos en el suelo,
besándose a escondidas en paradas de autobús,
barridos por el viento en portales y en rellanos.
Solo entonces tocar no evoca nada y comprenden
que faltan muchas letras en el alfabeto de sus rostros,
fisuras en sus palabras de alegría vertiginosa,
recuerdos que crujan en sus manos como insectos vivos,
balas silbando sobre la cama iluminada
en la que víctima y verdugo entrarán en razón.
Todavía no es otoño,
y el verano tiene salida de incendios.