XVI
QUÉ cerca está la flor
de la muerte. Qué corta la primavera
desde la tierra prometida sube.
No cerca, sino dentro
de la muerte, la flor perfuma y vibra.
Al alba tramontana del domingo
la vida fue, no obstante, quien tomó
jubilosa apariencia
de jardinero. Mas el jardín, donde
en peña viva se labró el sepulcro.
de la muerte respira y ella acucia
su vital impaciencia
por morir. Por ahondar con sus raíces
hasta la peña viva, hasta el jardín
cerrado y la alegría
primera, en la que sólo puede entrarse
con llagas recién hechas.
¡Ah!, qué largo es el sábado, qué largos
los sepulcros. La piedra de la entrada
qué dura de mover…
Y, sin embargo, nuestra vida a muerte
lleva encendida, bajo el celemín,
una luz impasible
que apunta recta a Oriente,
donde irá por la lanza que abre el cauce
de la sangre y el agua,
por el resquicio en que hunda la alegría
su tercer clavo, o por la noche en que
reconozca el mastín la voz del dueño,
y el niño marchitado
recobre al fin su infancia a las orillas
de los ríos, y las ciudades sean
un conjunto apacible
de torres con campanas,
colegiales de azul y buenos días.
La luz se arroja vehemente en busca
de la luz. Pero cuánta
vida cuesta subir hasta el domingo
de que hablo, morir, transfigurarse
sobre este blanco monte, al que se llega
atravesando aquel más alejado
que el alma no vislumbra todavía.
Hacia la aurora por
los caminos oscuros
de la tarde del viernes.
Hacia la nieve y su resol por una
roja senda de olivos.
Pues hay dos montes, y en el valle qué
sombríos los sepulcros.