1.LOS ZAPATITOS DE BAILE
De niña, mi padre, un humilde guitarrero,
no me pudo comprar
unos zapatitos de baile flamenco.
Ocurrente, me dijo: “no llores ni te apures.
Aún descalza, puedes bailar
con el novio del aire”.
“No cejes en tus sueños,
aunque orbiten en el sideral espacio,
porque con entusiasmo un día tus pies
se calzarán los anhelados zapatos”,
predijo cuando me observó solitaria
en el patio de mis pensamientos.
En la brevedad de la infancia
en la que todo punto de luz
es creíblemente alcanzable,
por muy lejano y distante,
para mí, no había nada más preciado
que aquellos zapatitos de baile.
Tras el paso inevitable
del ladrón silencioso del tiempo,
recordé aquel recinto de infantil baile
y, sin pensarlo demasiado,
acudí a un artesano fabricante
a comprar el tan ansiado calzado.
Sé que antes de ir a clase,
antes de aprender sus compases,
antes de que alguna maestra
guiara mis pasos, antes, mucho antes,
yo ya había tenido mis zapatos flamencos de aire:
¡aquellos me los había regalado mi padre!